Extraído de Martin Arevalo.
Se aderezó.
Me miró a los ojos.
Sonrió
Y entonces me comentó:
-Papá, quiero ser médico como tú.
Mi hijo tiene solamente 8 años.
Por eso no sé con qué arraigo está esa idea alojada en su interior.
Si será etéreo como el amor de un adolescente hacia una chica, que se puede cambiar rápidamente en cuánto haya una mirada furtiva de otra o un comentario celestino de alguien.
O perenne cuál roca encallada en la mar, resistente a tempestades y a numerosas alimañas. Duradero al tiempo y al rastreo incansable de los buscadores de tesoros.
No lo sé.
Como tampoco sé si esa decisión, aún infantil, es buena o mala.
O si me da alegría o no.
Por ahora solo escepticismo.
Repito lo dicho.
No lo sé.
Cada vez tengo menos cosas claras en esta vida.
Pero al menos, una todavía queda en mi interior bastante cristalina.
Y es la misión que nos compete de intentar que permanezcan los verdaderos fundamentos de nuestra profesión para generaciones posteriores.
En la atención a los pacientes.
Tengan la cara que tengan.
Y en la relación con nuestros dirigentes.
Tengan la cara que tengan.
Porque después puede que mi hijo llegue a ser médico.
Y que su profesión ya sea distinta a la que yo estudié y en la que me formé.
Que se hubiera convertido en otra cosa.
Que nos la hubieran convertido en otra cosa.
Y no me perdonaría no haber intentado protegerla.
Eso es seguro.