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martes, 1 de abril de 2014

La última visita domiciliaria a Don José.

 
 
 
Entré en la casa.
Estaba abierta.
Supuse que estaban dentro.
 
Amaneció aquel día con un carácter plomizo.
Los rayos de un sol perezoso intentaban fluir a través de una cortina de nubes.
 
Era aún temprano.
No hacía mucho que había comenzado mi jornada laboral.
Una jornada laboral de un día cualquiera.
 
Momentos antes había recibido la llamada proveniente de ese hogar.
 
- ¡Venga rápido! ¡Qué mi padre no responde!
 
Habitualmente estos servicios los hace el equipo de Urgencias en mi centro.
Sin embargo, a Don José le gustaba que fuera siempre yo quien le atendiera.
Aún a riesgo de tener, en ocasiones, que esperar más.
 
Doña María, su señora, compartía esta preferencia.
Por tener ante cualquier problema médico mi atención.
Y, hoy, por supuesto no iban a producirse cambios al respecto.
 
Caminé con mi maletín los escasos 10 metros que separan la puerta exterior del dormitorio.
Una vez allí, éste se abría a la derecha.
Mis piernas ya conocían ese domicilio y se movían firmes sin vacilar.
Hasta ahora nunca había llegado tan adentro sin tener que llegar a saludar a nadie.
 
Doña María se encontraba a la derecha de Don José con la mirada absorta.
Su hija, nerviosa, se movía por la izquierda de una cama que gobernaba de forma imperial un inmenso dormitorio.
 
- Le iba a dar un vaso de leche cuando.....
 
Me dirigí a Don José.
Descansaba plácidamente en su lecho.
 
Rápidamente me di cuenta.
 
Sus ojos ya no buscaban el exterior.
La respiración, otros días tan barroca, era ahora pacíficamente silenciosa.
 
Extraje el fonendoscopio y una pequeña linterna de mi maletín que lo había depositado en una mesita de noche llena de pastillas.
Me dispuse a confirmar lo que para mí era obvio.
 
Sin darme cuenta, mis pensamientos viajaron.
 
Recordé aquellos agradecimientos de Don José cuando los visitaba ante sus frecuentes catarros.
Recordé sus ganas de pasear calle arriba y calle abajo.
Y como Doña María me instaba a que se los prohibiera porque el tiempo todavía era frío.
Recordé como le gustaba hacer un poco de ejercicio pedaleando.
Y recordé el deterioro físico que había tenido esas últimas semanas y que le habías prostrado en la cama.
 
Confirmada la muerte de este gran hombre levanté la mirada.
 
Doña María ya no se encontraba allí.
Seguramente se había marchado a otra estancia del hogar.
Busqué, entonces, a su hija.
 
- Lo siento. Don José.... ha fallecido.
 
Durante un corto rato mi silencio fue compensado por un desgarrador llanto que salía de lo más profundo de su interior.
Al momento, de forma suave, el sonido cesó.
De forma atropellada, con palabras entrecortadas, pudo expresar su mayor preocupación ahora.
 
 - ¿Puedo pedirle un favor? ¿Se lo dice usted a mi madre?
 
Asentí.
 
Me dirigí ahora a su sala de estar.
Allí solía ver Don José la televisión.
La ponía por ponerla, comentaba él.
 
Doña María se encontraba sentada en una silla.
Justo enfrente de la mesa central.
Su expresión denotaba la transcendencia del momento.
 
- Está muy mal, ¿verdad?
 
Entonces, le cogí su mano derecha.
Me tomé mi tiempo.
E intenté que mis palabras expresaran lo que quería decir en un tono dulce.
 
- Doña María, Don José ha fallecido. Lo siento de corazón.
 
Un suspiro ahogado.
Dos lágrimas.
Una por ojo.
 
- Estaba ya fatal. ¿Cómo lo cuidé?
- No se puede cuidar mejor a un hombre.
- Muchas gracias, por todo lo que hizo por mi marido.
- Era simplemente mi trabajo.
 
Solté suavemente su mano.
A la vez que entraba su hija.
 
Me retiré sin hacer ruido.
Y me despedí desde la distancia.
 
Era aún temprano.
No hace mucho que había comenzado mi jornada laboral.
Una jornada laboral de un día diferente.