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sábado, 21 de septiembre de 2013

La enfermedad carcelera.


Imagen extraída de CEAFA.

Ahí estás dentro.

En la prisión de tu propio cuerpo.

Relegado a un rincón del cerebro.

De vez en cuando, sales de la celda.
Luchando contra los barrotes neuronales que te imponen.

Saludas.

Disfrutamos de ti.
Disfrutas de nosotros.

Un rato.
No puede ser más tiempo.

Porque has de volver a tu sitio.
A tu lugar.
Otra vez a tu rincón.
Porque el carcelero solo te deja estar en el patio unos instantes.

Cada vez sales menos.
Y menos todavía que saldrás.
Eso dice el guardián de la puerta.

Tu cuidadora no se cansa.
Nunca.
Ella no.

Te visita incansable día a día.
Noche a noche.

A ver si apareces otra vez.
Sin perder nunca la esperanza.

Intérprete de tus actos.

Enemigo público número uno de una enfermedad carcelaria.
De una enfermedad que pretende olvidarte.

Que pretende que te olvides.
De ella.
También.

Y a la que te resistes.

Porque la quieres.
Porque te quiere.

Y siempre será así.

Diga lo que diga el cancerbero.

Y diga lo que diga el personal externo de seguridad.
Las raíces carcelarias infiltradas en la sociedad.
Los que evitan que preso y cuidadora se vean más.

La erradicación de ese grupo contaminante debería ser nuestra misión.
La misión de todos.

¿Queremos hacerlo?